AOUKER. La caravana de la sal.
En el año 2009 presencié en Etiopía la impresionante actividad caravanera de los Afar en el desierto del Danakil. Caravanas kilométricas de dromedarios transportando los bloques de sal hasta las tierras altas. Un modo de vida que poco a poco se ha ido perdiendo con la llegada de los camiones. Un claro ejemplo es el de las minas de sal de Bilma en Níger. En su época dorada, caravanas de 10.000 camellos surcaban las arenas del desierto del Teneré para llevar la preciada sal hasta mercados como el de Agadez.
Sobre el año 4500 a.C se empezó a extraer la sal de la tierra en unas minas de Azerbaiyán. En la ruta de la seda se inició el comercio de este bien preciado que también servía de moneda de cambio con otros productos como trigo, mijo, cobre u obsidiana.
A partir de ese momento, la necesidad de encontrar y transportar el cloruro de sodio dio como resultado el inicio de las caravanas que, partiendo de las zonas desérticas, llevaban el codiciado bien mineral hasta otros puntos de África para ser cambiados por otros productos como oro, cereales o incluso esclavos que durante siglos han sido los que han realizado el duro trabajo de su extracción.
Si uno busca información sobre las caravanas de sal, siempre encuentra las de Etiopía (desierto del Danakil), Niger (Bilma y Fachi) o Mali (Taudení). Sin embargo, las de Mauritania están sumidas en un desconocimiento casi absoluto. ¿Qué es lo que permite que siga existiendo una caravana transportando la sal? La imposibilidad de acceso a otro tipo de vehículo por culpa de lo accidentado del terreno.
La aparición del transporte motorizado es mucho más rentable y rápida que la marcha de los animales a través de las arenas del Sáhara. En Níger, los camiones y la inseguridad que se vive en la zona han supuesto la casi desaparición de este tipo de actividad. Algo parecido ocurre en Mali. La zona entre Tombuctú y las minas del Taudení está envuelta en un conflicto étnico de difícil solución, lo que repercute igualmente en el comercio de la sal.
Con un panorama tan negro en esta actividad milenaria, descubrimos que todavía existe algún lugar perdido en el desierto mauritano en el que la imposibilidad, por el momento, de acceso rápido de grandes vehículos a motor, supone la continuidad del tráfico caravanero.
Tichit, una pequeña isla en medio de un mar de arena es el inicio de un periplo anual durante el invierno, en el que cientos de dromedarios cargan miles de sacos de sal hacia Ayoun El Atrous y el norte de Mali. El punto de salida es una sebja, una especie de depresión inundable y salada ausente de vegetación.
En medio de una desolación blanca y cegadora, un bulto en la lejanía termina convirtiéndose, según nos acercamos, en una mujer de raza negra agachada y provista de un utensilio rudimentario con el que picar en el suelo para desmenuzar la corteza de sal que se encuentra bajo nuestros pies. Su rostro, negro como el azabache, lleva las marcas blanquecinas de las partículas de sal que se han incrustado en lo más profundo de los poros de su epidermis.
Dispersos por la llanura de la sebja, encontramos más personajes, curtidos por el sol, arañando el suelo para recoger y alinear los montones de sal que serán introducidos en los sacos a la espera de ser cargados en los animales.
En la distancia, van apareciendo los dromedarios que serán cargados para realizar un recorrido de unos catorce días hasta llegar a destino. Los camelleros inician la dura tarea de subir a los lomos de cada animal los cuatro sacos que llevará durante todo el viaje. Cada saco pesa entre cincuenta y sesenta kilos y se colocan en torno a la joroba. Dos en sentido transversal y los otros dos en sentido longitudinal. De esa manera se evita su caída durante la marcha.
El berreo de los animales en el momento de amarrarles los sacos es difícil de olvidar. Conscientes del duro trabajo que les espera, se retuercen, se agitan y se resisten a ser cargados. Sus gritos atraviesan el silencio que nos rodea convirtiendo la escena en un acto dramático. El camellero termina controlando la situación propinando palos al animal que, sin dejar de protestar, termina cediendo y levantándose del suelo para ser enganchado mediante una cuerda al rabo del camello que le precederá en el convoy.
La caravana ya está en marcha. Las grandes extensiones salinas van quedando atrás. Por delante, una inquietante zona de arena blanda como la harina y de dunas blancas como el lecho de la sebja. No hay huellas que indiquen el rumbo. El viento que empieza a soplar es el encargado de limpiar cualquier rastro de vida. Un viento capaz de esculpir y cambiar de forma una naturaleza que sólo estos señores de las arenas saben leer y entender. Los foráneos como mi compañero Victor Toucedo y yo, somos seres insignificantes en este medio hostil. De qué nos sirven los GPS y la tecnología si nuestro avance depende del rumbo marcado por el guía de la caravana. Sin él, no seríamos capaces de superar los primeros pasos de dunas del recorrido.
Uno de los camellos transporta dos grandes bidones de agua para garantizar la bebida de los camelleros. En los primeros ciento cincuenta kilómetros sólo hay una zona de pozos en la que poder saciar la sed de hombres y animales. Por eso, del buen hacer del guía depende la seguridad de todos los componentes del convoy. No es fácil orientarse en un escenario en el que los 360 grados que nos rodean son iguales. Sobre todo, cuando las tormentas de arena impiden la visión a más de veinte metros y los ojos dejan de ver por culpa de los granos de arena que penetran por resquicios casi imposibles.
El viento no permite tregua alguna. Sopla y sopla envolviéndonos en una especie de nube de polvo anaranjado ante la cual lo mejor es detenerse hasta que Eolo, el dios de todos los vientos, se apiade de nosotros dándonos un respiro para poder descansar. Ni siquiera los árboles han podido vencer la furia de los millones de granos en suspensión, una especie de lluvia de perdigones capaces de traspasar la cascara de un huevo.
Cuando el jefe de la caravana considera que ha llegado el final de la jornada, elige un lugar en el que pasar la noche. Se descarga a los animales, se les ata las patas delanteras y se les deja que busquen algunos arbustos con los que alimentarse. La temperatura desciende de un modo vertiginoso, lo que obliga a buscar algunas hierbas secas con las que hacer un fuego y preparar el té. A continuación, la olla ennegrecida que transportaba el primer camello servirá para preparar el arroz condimentado con grasa animal. Unos dátiles y un sorbo de leche de camella darán por finalizado el menú de la jornada.
A la mañana siguiente, de nuevo la rutina del engorroso trabajo de cargar los animales hasta volver a componer la caravana e iniciar la ruta hacia el sur. La calma del viento no impide que en el aire permanezca una especie de nube lechosa y anaranjada creando una atmósfera misteriosa y enigmática. La hilera multicolor inicia su avance hasta que la línea de los animales se funde en el horizonte de un modo casi imperceptible. El momento trae a mi memoria las escenas finales de la película de Bernardo Bertolucci “El cielo protector”. La diferencia es que la secuencia que estoy viviendo no es una ficción, sino una realidad difícil de expresar.
Dentro de pocos días, la caravana, después de sortear dunas, precipicios y tormentas, llegará a destino. Los camelleros regresarán a Tichit y las familias recibirán nuevamente a estos personajes casi sobrehumanos. Una raza cuyo modo de vida está en peligro de extinción. Como alternativa, el pastoreo de cabras y camellos durante el resto del año, ya que la actividad caravanera sólo se realiza durante el invierno. ¿Por cuántos inviernos más?