SAHARA, situado en el sur de Marruecos y Mauritania

Hace pocos minutos que acabamos de iniciar nuestra andadura. Sólo el crujir del suelo bajo el paso de los animales rompe el silencio que nos inunda. Acompaño a los últimos caravaneros, los auténticos señores del desierto, a través de los confines del sur de Marruecos y Mauritania. Una tierra que nos permitirá sentir de un modo más cercano las glorias y desdichas de miles de personas que hasta no hace muchos años se jugaban la vida transitando por una de las rutas comerciales más fantásticas de la historia de la humanidad. 

Aquel que nunca ha vivido una experiencia así, pudiera pensar que lo más fácil sea perderse en medio de este espacio infinito. Por el contrario, el que ha abandonado los miedos y se ha dejado llevar por los «duendes de arena», probablemente encontrará a su «sí mismo». Jean Baudrillard decía que el desierto es una extensión natural del silencio interior del cuerpo. Y es precisamente ese silencio el que paso a paso nos ha ido desnudando de ideas prestablecidas y prejuicios adquiridos en la sociedad que nos ha tocado vivir.  

En la distancia la caravana parece fundirse con el desierto. Somos una especie de enlace entre la tierra y el cielo. No parecen importarnos los kilómetros, ni el tiempo, ni la temperatura. Formamos parte de un mundo que se nos presenta con sus mejores galas para que podamos llegar a comprender su enorme grandeza. Las tormentas de arena de los días anteriores han cesado para permitirnos avanzar en paz. 

Al final de cada jornada, el Sáhara nos ofrece uno de sus mágicos rincones en el que poder descansar y reponer fuerzas para la próxima etapa. Descargar los dromedarios, montar la jaima, buscar leña para el fuego, preparar el té y la cena, hacer el pan en la tierra, y… evadirse ante el espectáculo de la bóveda celeste que poco a poco nos va sedando hasta conseguir disipar los dolores que, en una u otra parte, todos padecemos. 

Más cerca de lo que uno se pueda imaginar, hay espectaculares museos al aire libre que, alejados de las aglomeraciones, permiten saborear el aparente vacío en su máxima expresión. Un arte abstracto cargado de una energía difícil de explicar. 

 Ante nuestros ojos, ante los ojos de aquel que sabe mirar y dejarse llevar por sus formas infinitas, lo que se percibe es una obra de arte que aparece reflejada en multitud de combinaciones de roca, grava y arena. Y, como colofón a ese decorado, la luz. Una luz que permite ver el mismo escenario diferente a cada instante. 

Frio y calor, calma y tempestad, silencio y estruendo… contrastes y reglas impuestas por el entorno para entender y sacar provecho de cada situación. Hay una frase de Paulo Coelho que lo expresa muy bien: «La simplicidad es el corazón de todo. Si miras al desierto, aparentemente el desierto es muy simple pero está lleno de vida, está lleno de lugares ocultos y la belleza es que se ve simple pero es complejo en la forma en que expresa el alma del mundo».  

Al atardecer, la luz toma el eterno relevo con la oscuridad. Una oscuridad que permite encontrarse con uno mismo en compañía del fuego, sempiterno elemento que ha acompañado al hombre desde el inicio de los tiempos. Y, al igual que nuestros antepasados, procuramos que éste se mantenga encendido. Nos vemos reflejados en esas llamas que iluminan todo lo que nos rodea. Llamas que parecen encender nuestro deseo de seguir despiertos mientras nos recarga con su energía y nos embriaga con sus misterios. 

A las tres y media de la madrugada siento el impulso de salir hacia el exterior de la tienda de campaña. La luna llena me catapulta hacia la arena. ¡Qué momento tan fascinante! Observo, percibo y capto, la magia del lugar durante esas horas en las que parece que nada puede ocurrir. A pesar de los cero grados que marca el termómetro, sólo siento bienestar y una paz absoluta. Intuyo las formas de lo que hasta hace pocas horas eran tangibles formaciones de roca, arena y espacio infinito. Ahora, el desierto te invita a crear e imaginar un escenario de duendes en el que tú formas parte de la representación. 

Las primeras luces van despertando a cada uno de los componentes de la expedición. Cada cual manifiesta su particular entente con el mundo que se presenta ante nuestros ojos. Rezos, contemplación, preparación del té, paseos… Momentos de descubrimiento personal y de entendimiento con la Naturaleza. 

El poeta mejicano Octavio Paz decía que la realidad es más real en blanco y negro. Desde un punto de vista fotográfico estoy totalmente de acuerdo. El color lo pones tú añadiendo ingredientes marcados por la sensibilidad del momento. En tu interior, la imaginación va añadiendo al lienzo los tonos que el mundo figurativo de tus sentidos percibiría como bello. Mostrar desierto en blanco y negro es más dramático. Permite resaltar detalles que de otro modo pasan desapercibidos.  Las nubes van y vienen, las montañas permanecen. Por el contrario, nosotros decidimos entre la quietud y el movimiento. El desierto es una auténtica escuela de vida y superación. Un aula grandiosa, cercana y al alcance de todos. Sólo hay que entrar y dejarse llevar.  

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